Simón Pedro Arnold o.s.b., Prior de Chucuito, Perú.
Diversidad y ambigüedad del concepto.
Una realidad típicamente moderna.
Muchas juventudes un solo modelo.
Cultura juvenil y "juvenilización" de la cultura.
Intento de radiografía.
Dimensión afectiva.
Dimensión ideológica e intelectual.
Dimensión corporal.
Dimensión espiritual.
Ideal juvenil como ideal universal.
Quiebre de las instituciones de identificación.
Contraste entre madurez biológica, social, intelectual y afectiva.
Crisis de los roles sociales.
Cambio y aceleración generacional.
Hacia una nueva definición de lo adulto.
1. De la paternidad/maternidad espiritual al acompañamiento espiritual.
2. Diversas tradiciones de la Iglesia.
El acompañamiento espiritual como propuesta inculturada.
3. La simbólica monástica del Buen Samaritano.
Acogida como sanación.
El camino de liberación comunitaria y personal.
La "paciencia geológica" de san Benito.
El monasterio como escuela de humanización evangélica.
El arte de la intuición benedictina.
4. Crisis de las referencias institucionales e institución monástica.
La imagen del Padre.
La fraternidad y el compañerismo.
El testigo.
Liturgia y trabajo: cotidianidad sanadora.
1. La experiencia del despertar.
2. La experiencia fecunda de la "noche".
3. La experiencia de la gracia de la "iluminación".
1. Escuela de paz y no violencia.
Acoger la paz.
Construir la paz.
2. Escuela de verdad.
El reto de los puros de corazón.
Vida comunitaria como revelación.
Vida comunitaria como taller de la verdad.
1. El monasterio como utopía y propuesta de sociedad y de Iglesia.
2. El reto cultural de la postmodernidad latinoamericana a los monjes.
San Benito y los jóvenes.
De la huida del mundo al hundimiento en el mundo.
Modestia y ternura benedictinas como cercanía a la cultura.
Permeabilidad a las culturas y estabilidad benedictina: la experiencia de la vecindad.
Con el perfil de personalidad que acabamos de esbozar rápidamente, podemos ahora interrogar nuestra tradición formativa y confrontarla con la realidad compleja con la que nos encontramos.
De la paternidad/maternidad espiritual al acompañamiento espiritual.
La formación espiritual, en la tradición cristiana, tiene a la vez muchas modalidades y sensibilidades y una sola meta. Se trata de formar verdaderos discípulos y discípulas de Jesús a la escuela de una personalidad fundadora.
Esta diversidad se ha expresado, a lo largo del tiempo a través de fórmulas como la paternidad/maternidad espiritual, propia de la antigua tradición del desierto monástico, la amistad espiritual de los cistercienses, la fraternidad espiritual franciscana y dominica o la dirección espiritual de la contrarreforma, especialmente en la línea ignaciana. Cada una de estas expresiones insiste en una dimensión de la experiencia de discipulado como la filiación en la sensibilidad monástica, la reciprocidad para el cister, el compañerismo de ruta para los mendicantes y la obediencia espiritual a un guía experimentado en la perspectiva de la dirección.
Cada tradición, a su vez, tiene sus límites y sus riesgos tales como el paternalismo monástico, la omisión de la necesaria asimetría en el caso cisterciense o mendicante, el autoritarismo y la dependencia infantil para la propuesta ignaciana. Pero cada escuela se refiere a su propia sabiduría que, finalmente, suele corregir intuitivamente estos riesgos.
Hoy en día se prefiere hablar de acompañamiento espiritual para subrayar el hecho que quien maneja el proceso espiritual es el propio discípulo de Jesús. Es evidente que la nueva expresión surge de una mentalidad más democrática y de una cultura donde el yo se encuentra en el centro de las decisiones. Podríamos hablar, con el acompañamiento espiritual, de una inculturación de la tradición dentro del mundo de la subjetividad posmoderna.
Para nosotros monjes, se trata de estar a la escucha de esta nueva cultura para encarnar lo mejor de nuestra sabiduría, dejando de lado todo rasgo patriarcal e ir incorporando la subjetividad de los nuevos candidatos. Existe ya toda una literatura al respecto y varios centros de formación al método del acompañamiento, muy particularmente en el marco de la Vida Religiosa latinoamericana.
La simbólica monástica del Buen Samaritano.
Lejos de ser una propuesta para santos y perfectos, una especie de milicia de elite, la vida benedictina tiene muchísimas similitudes con la emoción misericordiosa y compasiva del Buen Samaritano al acercarse al herido del camino. Si me refiero a la descripción de la humanidad posmoderna que llama a nuestras puertas, no puedo dejar de pensar en esta víctima de asaltantes, abandonada "medio muerta" en el camino. Así son y así somos todos, víctimas de una historia que no evita a nadie. No podemos soñar con una "limpieza étnica monástica" en estos tiempos, sino preguntarnos como sanar, qué podemos sanar, hasta qué punto y qué enfermedad de sociedad supera nuestra capacidad sanadora. El monasterio, en este sentido, es un hospital espiritual. Pero, con toda evidencia, en este albergue no se puede curar todo, ni mucho menos.
¿Cómo acoger y acompañar a esta víctima "medio muerta", dando todas las oportunidades a la vida de ganar la batalla? Creo que, en nuestro tesoro monástico, tenemos mucho de este secreto samaritano de Jesús en persona.
Una primera dimensión samaritana de la tradición monástica es, precisamente, la acogida. La hospitalidad benedictina es, en sí, albergue en el camino, no sólo ni primero para los huéspedes sino para los propios hermanos, particularmente los principiantes. La formación comienza como una hospitalidad sin condición para el herido que nos trae la providencia.
Pero nuestra vida comunitaria, a través de la solidaridad de grupo como de las relaciones interpersonales, es algo como el camino de Jericó donde, constantemente, cambiamos de rumbo para acercarnos al otro, limpiar sus heridas y cargarlo en nuestra montura, gastando lo poco que somos y tenemos por él. En este sentido, sin reavivar la humanidad entre nosotros, nuestra formación monástica no tiene chance de éxito. Y, justamente, como lo vimos más arriba, es quizás esta dimensión simplemente y naturalmente humana que está más dañada en nuestros sistemas institucionales rígidos.
Otra dimensión preciosa y esencial de este secreto samaritano benedictino es la paciencia. Algunos dicen que la Regla demuestra una "paciencia geológica" con los débiles, los pecadores y los tercos. Esta afirmación tiene algo de cierto cuando leemos, por ejemplo, los capítulos disciplinarios de la Regla y sus constantes excepciones, sus santas imprecisiones y oportunidades de recapacitación ofrecidas a cualquiera, el más reacio, el más limitado, el más perverso. Son tan "exageradas" la paciencia y la esperanza de san Benito que nuestras constituciones modernas han tenido que corregir algunas cosas aparentemente inaplicables, canónicamente, hoy.
Sin embargo, esta infinita paciencia del amor que parte de la realidad y no del ideal preconcebido, es una de las claves más fecundas de la sabiduría benedictina en tiempos como el nuestro.
En el espíritu de la paciencia-confianza benedictina, pienso que, por la coyuntura actual, conviene dejar un tiempo amplio, muy amplio, como lo permite el derecho canónico, para las prolongaciones de los votos temporales. A la vez, me parece necesario marcar etapas simbólicas y significativas en este proceso prolongado. En efecto, tres años de profesión temporal me parecen algo irrealista en la cultura de hoy, con su grave crisis de adultez y su consecuente inmadurez para tomar decisiones responsables.
En lo que sugerimos aquí, veo cada vez más el monasterio como una modesta pero valiosa escuela de humanización hasta en cosas muy, muy elementales como el arte de comer, dormir, vestirse, hablarse los unos a los otros. En efecto, la mayoría de los candidatos vienen de historias familiares y culturales donde lo elemental de la convivencia humana ha sido frustrado por la violencia afectiva, económica y socio-cultural. Esto plantea una tarea previa a toda aventura mística en la formación: humanizar. La tradición monástica tiene una arte propio de humanización evangélica que conviene revalorar. Quizás sería interesante, en este sentido, considerar el aspirantado y el postulantado (que muchos monasterios no tienen) como etapas previas de humanización de los candidatos.
En este arte samaritano benedictino, quiero resaltar un último punto: la intuición. Por nuestra costumbre del silencio en escucha y de la soledad en comunión, los monjes deberíamos haber desarrollado una especie de sexto sentido: la intuición. En nuestra sociedad posmoderna, en cambio, cada individuo es una isla y nadie se preocupa por sentir y adivinar como está el otro, por qué clima está pasando. En los diálogos de san Gregorio, se nos presenta a un Benito tan intuitivo que, aún estando orando en su celda, logra ver al niño que se ahoga en el lago o las intenciones secretas del los rey o del sacerdote envidioso. Esta intuición debería dotarnos de las antenas suficientes para descartar los enredos del demonio, las ambigüedades psicológicas sin salida a la vez que puede ser una sana experiencia de seguridad, y una invitación a la abertura de corazón de parte del candidato.
Hemos señalado más arriba la profunda crisis de las instituciones tutelares como son la familia, la escuela, la religión y el estado. Por otra parte, hemos observado también la exagerada institucionalización del esquema monástico actual. ¿Cómo aclarar este impasse en un proyecto formativo realmente adaptado a la realidad de hoy?
Retomo primero aquí la institución central del monaquismo: la relación paterno-filial con el abad y los ancianos espirituales. Por una parte, la mayoría de los candidatos no han tenido una experiencia satisfactoria de esta relación en su familia ni en la escuela. Los adultos, como hemos visto, se han desistido de esta responsabilidad hasta tal punto que, para la mayoría de los jóvenes de hoy, la verdadera relación fiable es la relación de pares, con todo lo que esto trae de incompleto y de frustrante. En tal contexto, la imagen del padre monástico es a la vez objeto de un rechazo frontal en miles de circunstancias, y de una búsqueda ansiosa de lo perdido o de lo nunca experimentado. El padre monástico se transforma así en una figura contradictoria, objeto de polarizaciones bastante enfermizas en uno u otro sentido.
¿Como hacer de dicha relación una verdadera oportunidad de liberación, aprendiendo la libertad de los hijos de Dios en una relación de paternidad y de discipulado espiritual? Indudablemente quitándole primero a la imagen paterna en el monasterio sus trapos patriarcales para devolverle su rostro crístico. Un Padre que es primero hijo y hermano, como lo sugiere san Benito en el capítulo II de la Regla y como lo describe tan bellamente san Agustín hablando del pastoreo cristiano. Hay que curar la figura abacial de su carga autoritaria y absolutista y hacerla pasar por una sana dieta de discreción y humildad monásticas. Pero es necesario también que esta figura sea firme y contrastante con la figura desdibujada del padre y de la madre en la sociedad posmoderna. Esta doble revisión es dura tanto para el propio padre como para los hijos huérfanos, culturalmente hablando.
Pero el drama posmoderno no afecta solamente la relación de paternidad y filiación. Es toda relación comunitaria y de compañerismo que aparece como herida por la violencia, el individualismo y la competitividad extrema de una sistema de supervivencia salvaje. Me asusta y me preocupa cada vez más la poquísima capacidad de convivencia de la generación posmoderna. Y si añadimos a esta enfermedad de la competitividad, la pobreza del sistema de comunicación interpersonal de la mayoría, comprenderemos que el reto de partida para la formación monástica es el amor fraterno.¿Cómo enseñar a estas fieras de la supervivencia la ternura fraterna, la admiración y la tolerancia, la escucha del otro más allá de los prejuicios recalcitrantes importados de la sociedad circundante? Es un reto casi sobrehumano transformar actitudes antisociales de muchos en hábitos de amor evangélico.
Ante este dolor de las relaciones, tanto simétricas como asimétricas, nuestra tradición propone una sabia mediación de los testigos. Lo que la Regla llama los encargados de los diferentes sectores de la vida común, pueden transformarse en testigos amorosos y cuestionadores de un profundo y urgente proceso de curación relacional. Cuando hablo del testigo lo veo como aquel que, desde diversos ángulos de la vida común, evita que el candidato esté encerrado en su jaula de soledad caprichosa. Ellos son, de alguna manera, lo socializadores de la "fiera".
Finalmente, nuestra sabiduría propone dos terrenos extremadamente concretos para canalizar las energías dispersas de nuestros jóvenes: el trabajo y la vida litúrgica. La humanización de nuestros formandos no pasa principalmente por nuestros discursos moralizadores sino por la prueba de lo cotidiano en la doble labor de conversión monástica: trabajo y oración. Los benedictinos creemos más en la fuerza sanadora de la cotidianidad que en las buenas intenciones de ambas partes.
Todo lo anterior podría dejar pensar que la formación, en el contexto actual, debe contentarse con la humanización de una generación herida; que si logramos algo a este nivel, ya podemos estar satisfechos. Pienso, al contrario, que dicha humanización, tan necesaria y tan hipotética, es el interrogante previo de toda formación. Pero el objetivo de la vida espiritual, especialmente de nuestra vida monástica, está más allá. No se trata sólo de sanar al herido del camino de Jericó en el albergue de la misericordia monástica. El reto es la resurrección, el "hombre y la mujer nuevos" del que habla san Pablo.
Esta segunda etapa de la formación que llamo aquí la metanoia, o la conversión evangélica, es hoy un reto sumamente difícil y que sólo podremos proponer a unos pocos, este pequeño resto del duro exilio en la Babilonia posmoderna. En tal sentido, creo que si algo logramos en lo humano para la mayoría de los candidatos a la vida monástica y que, por este proceso de liberación, estos "rehumanizados" dejan el monasterio para atreverse por los caminos de la vida laical, la formación ya tuvo sentido como servicio a la sociedad humana latinoamericana que nos rodea.
Que algunos pocos de estos "rehumanizados" apuesten por la vida monástica porque descubrieron que su felicidad está en la búsqueda exclusiva de Dios y en el no anteponer nada al amor de Cristo, tendremos que considerarlo como una gracia por acoger, la gracia del pequeño resto, de la minoría profética que, en su proceso de liberación humana, escucha y acoge un llamado más específico. Pero los profetas son siempre una minoría. Esta constatación no deja de ser, sin embrago, una exigencia. No podemos dejar de proponer esta etapa de metanoia a todos y, al contrario, no podemos reducir el monasterio a un hospital de humanidad herida. Ser monje es entrar en la novedad del evangelio y no simplemente refugiarse en un parqueo para tiempos de tempestades.
La primera etapa de la metanoia espiritual es, para toda la gran tradición, el despertar. El gran reto de la formación monástica es despertar a la conciencia del misterio, al deseo y la inquietud de más, de Dios, a las ganas de buscar a Dios. Este despertar implica haber superado la autocentración afectiva propia de la inseguridad personal actual. El buscador de Dios es aquel que, en algo por lo menos, dejó de buscar en su propio ombligo su centro de equilibrio y lo va buscando más allá. Es allí donde la lectio, la liturgia, la disciplina comunitaria, la obediencia y la humildad actúan como verdaderos despertadores. El "despierto" es aquel que empezó a liberarse de sí mismo.
El Apocalipsis habla de la segunda muerte, que es, precisamente, el letargo del alma, el adormecimiento del ser profundo. Creo que la crisis de sociedad que vivimos es, para muchos, una segunda muerte, aún antes de la muerte corporal. La drogadicción bajo todas sus formas (ideológica, del placer y del olvido) es precisamente la segunda muerte. La metanoia es una verdadera resurrección, un "levantarse" despierto de este sepulcro de la sociedad-droga. Dicho proceso pasa por medidas muy concretas como, por ejemplo, una clara distancia ante los medios de comunicación y, hoy en particular, el mundo del internet. "Mi vida nadie me la roba, yo la doy", dice Jesús. Hoy los principales ladrones de vida podrían ser los medios posmodernos de comunicación-drogadicción colectiva.
La etapa del despertar va a la par con la pérdida de seguridades afectivas, intelectuales, ideológicas y religiosas. Como Jonás en la Ballena, es necesario pasar por el duelo de las evidencias. La vida monástica es una experiencia radical de silencio y de destrozo de las imágenes heredadas. En este sentido, no hay que evitar las crisis espirituales y morales de los candidatos aún si muchos se quedan allí, a medio camino, vencidos. Esta pedagogía del "evitamiento", tan propia de nuestros tiempos, forja seres permanentemente adolescentes. La verdadera pedagogía espiritual es de enfrentamientos y de conflictos interiores. Ser discípulo de este "loco de Jesús" supone dejar de lado casi todo lo comprendido y asegurado anteriormente. La noche espiritual es hoy una condición sine qua non para poder volverse monje. Esto implica temporadas, en el acompañamiento, donde el diálogo con el anciano espiritual se verá cortado o sumamente dificultado. Es el precio de la verdadera vocación monástica.
En América Latina, especialmente, esta etapa tendrá que denunciar una serie de ambigüedades del imaginario religioso cultural del continente para adentrarse en el desierto fecundo de la fe despojada.
El gran desafío de la formación espiritual es de orden místico. Todo lo que dijimos de la fase de humanización podría referirse a la dimensión ascética de la formación. Pero el verdadero objetivo es la experiencia de Dios, el ensanchamiento del corazón del que habla el prólogo de la Regla. Si nos contentamos con personalidades piadosas y sumisas, con "buena gente", no habremos logrado nada. Y, desgraciadamente, muchas veces son este tipo de personalidades algo friolentas las que, espontáneamente, se sienten atraídas por nuestros monasterios. Por mi parte, prefiero personalidades apasionadas, rebeldes e insatisfechas. Son una materia prima más rica para la verdadera experiencia mística.
La iluminación de la que hablamos aquí es la gracia de un encuentro fundante con Dios y con Jesucristo. El riesgo, entre nosotros, es la moderación prudente de nuestras aspiraciones contemplativas monásticas. Si nos contentamos con la rutina litúrgica y el cumplimiento de los "actos de piedad", nunca tendremos místicos entre nosotros. Hay que abrir caminos a la aventura mística del desierto y del manantial, de la noche y del mediodía de Dios. ¿Como agudizar en los formandos la sed impaciente de Dios y de su Reino más que el cumplimiento sabio de las normas de nuestra escuela? ¿Cómo suscitar personalidades que prefieran la sed de Dios a las saciedades baratas y mediocres de nuestros discursos religiosos? Supondría que esta pasión mística sea el corazón ardiente de la comunidad en sí. Me parece, al contrario, que el pecado más grave de nuestros monasterios, allí donde manifestamos nuestra decadencia, es la tibieza mística. Si hiciéramos una encuesta para saber donde están, actualmente, las fuentes de la mística en la Iglesia, sospecho que muy pocos pensarían en nosotros. Nos ven, más bien, como funcionarios del culto más que como fuego ardiente del amor de Dios en el corazón del mundo. En la mística está el verdadero meollo de nuestra refundación. Sino no somos más que un cuerpo folklórico sin peligro pero sin importancia.
Yo sé que esta expresión de la Regla, escuela del servicio divino, ha sido objeto de muchas discusiones en el mundo benedictino. No quiero entrar en esta polémica. Mi intención aquí es simplemente rescatar dos elementos esenciales de esta escuela en relación con la problemática específica de la formación en el contexto posmoderno latinoamericano. Quisiera presentar el monasterio primero como escuela de paz y no violencia y, en un segundo momento, como escuela de verdad.
Uno de los dramas más graves de nuestro continente es la violencia generalizada desde la familia y la calle hasta en la escuela y el trabajo. Violencia racial y cultural, violencia económica, violencia de género, violencia física. Más aún, la violencia es interiorizada desde la niñez a través de la exposición cada vez más fuerte a los medios de comunicación. Estamos en una sociedad estructuralmente violenta a todos los niveles. No basta pasar la puerta del monasterio y pasar bajo el lema pacífico de nuestra orden para que todo lo vivido fuera se esfume como por milagro. Más bien, constato una fuerte carga de violencia, explicita o aguantada, en la vivencia comunitaria en general.
Es, por lo tanto, primordial hacer de nuestros monasterios verdaderas escuelas de reconciliación y de pacificación. La clave de esta paz, acogida y construida entre nosotros, es la palabra, el diálogo, el arte de la confrontación y del debate. La tendencia al repliegue sobre sus posturas y prejuicios se ve muchas veces favorecida por una falsa presentación del silencio y de la soledad monásticas que se transforman en pretexto para no dialogar y mantenerse en situaciones virtualmente excluyentes. Al contrario, es urgente aprender a pelear, divergir y construir consenso con otros medios que la violencia congénita de la humanidad de este tiempo y de este lugar. El reencuentro con una palabra verdadera, compartida y reconstruida pacientemente es condición para poder ser humano y monje.
En esta escuela de paz, es importante también denunciar toda palabra dictatorial, que sea desde la institución del poder, o desde la ideología dominante. Hemos visto como los monasterios son proclives a una institucionalización exagerada de las funciones y de las estructuras. Podríamos añadir la tendencia espontánea de la vida monástica a la ideología, que sea conservadora, la mayoría de las veces, o progresista en otras. La verdad es que toda ideología es un atropello a la palabra, laboriosamente reconstruida en la búsqueda onerosa y modesta del consenso.
Otra tara de nuestro tiempo es la mentira y el engaño. Esta enfermedad socio-cultural es tan general que nuestros contemporáneos han perdido el sentido de lo que podría ser la verdadera confianza y la verdadera lealtad. Nadie ya, y sobre todo en la juventud, acredita los discursos de los políticos, de los padres de familia, de los sacerdotes o de los profesores. La duda y la sospecha se han vuelto como una segunda naturaleza del ciudadano contemporáneo.
En este contexto, es urgente revalorar, aún que parezca ingenuidad en nuestro mundo escéptico, la bienaventuranza de los puros de corazón. Qué bueno y necesario es apostar por la confianza y optar por la fiabilidad. En esta línea de las bienaventuranzas, la vida comunitaria debe plantearse más como lugar de revelación mutua, de vulnerabilidad y de riesgo de la abertura de corazón que como una armadura formal de protección, de apariencias farisaicas y de relaciones estereotipadas.
La vida comunitaria, como el trabajo, la confrontación con la Palabra, la oración, son medios tradicionales para no escapar al cuestionamiento, la verdad consigo mismo, con el otro y con Dios. Rehacer de nuestros monasterios una escuela de la verdad implicaría denunciar el formalismo exquisito y superficial de nuestros etilos, la rutina meramente cumplidora de nuestra vida litúrgica, el estereotipo de nuestras relaciones.
A modo de conclusión, quisiera resaltar aquí algunos elementos de nuestra tradición y de nuestro carisma monásticos que nos convendría reanimar fuertemente para poder asumir el conjunto de la propuesta contenida en estas reflexiones.
En efecto, creo que la intuición de san Benito, en particular, contiene una utopía de Iglesia y de sociedad sumamente actual y fecunda. El monasterio, entendido en la perspectiva dibujada aquí, es algo como un prototipo de una nueva eclesialidad y de nuevas relaciones sociales, inspirado directamente de las bienaventuranzas evangélicas.
Sugiero rescatar en primer lugar las intuiciones revolucionarias de la Regla a propósito de los jóvenes. San Benito, en efecto, les da un sitio preferencial en el discernimiento, considerándolos como los profetas privilegiados de la voluntad divina. Indudablemente, la refundación de la Vida Religiosa en general, y de la monástica en particular, será con y a partir de los jóvenes.
En varias oportunidades me atreví a hablar, en el pasado, de juventud cofundadora. Hoy más que nunca, Dios habla por ella, a través de sus interrogantes, de sus intuiciones, de sus incoherencias y de sus exigencias. No hay que refundar el monasterio "para" los jóvenes sino "desde" y "con" ellos.
Otra intuición por rescatar es el hundimiento en el mundo, la identificación de nuestra estabilidad con un pueblo, un lugar, un tiempo y un sentir particulares, hasta la muerte. Es importante, en la línea de la fiabilidad, que los monjes puedan garantizar que se quedan con la gente y no están de paso, que se compran, de verdad, el pleito de la vida de los pobres y que no son un cuerpo indiferente y extraño, una isla en el paisaje.
A través de signos como la vecindad, la acogida, el trabajo manual etc, los monjes se hacen hermanos y hermanas tiernos y compasivos de su entorno. La modestia y la ternura son carismas esenciales en la dureza de la sociedad de hoy.
Finalmente, a través de la historia, los monasterios se han presentado siempre como fomentadores de cultura y captadores de cultura. Esta permeabilidad cultural de los monasterios, por su arte de vecindad cotidiana, los transforma en laboratorios de futuro para el entorno.
Quiera Dios que, al reencontrarnos con la Buena Nueva de nuestra Tradición, tengamos el coraje de curar nuestras heridas, lavar nuestras escorias y dejarnos recrear por el grito profundo, lleno de dolor y de esperanza, de los y las que vienen a buscar, confusamente, al Dios de Jesús en nuestras comunidades.
Simón
Pedro Arnold o.s.b.
Chucuito,
julio 2003.
I. Vida Monástica y Postmodernidad Latino Americana
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