Simón Pedro Arnold o.s.b.
Prior de Chucuito, Perú
Primeramente les daré un esquema de lo que me propongo tratar.
La obediencia-humildad como "Éxodo": la experiencia del "no".
El ejemplo de Benito.
La invitación del Prólogo de la Regla.
La milicia comunitaria.
La obediencia-humildad benedictina en América Latina hoy.
La estabilidad como compromiso de solidaridad y fidelidad: la experiencia del
"sí".
La responsabilidad comunitaria.
La solidaridad activa.
La experiencia de la fidelidad.
La opción por la encarnación y la inculturación.
1. La progresividad monástica.
Del ideal de perfección a la búsqueda de Dios.
Una espiritualidad del crecimiento por etapas.
El ensanchamiento del corazón: del temor a la libertad.
Pedagogía de la misericordia y de la confianza.
La castidad como conversión de mis relaciones al otro y a mí mismo.
La pobreza como conversión de mi relación al mundo.
La obediencia como conversión de mis relaciones colectivas.
Conversión, sanación y salvación: retos de la postmodernidad en nuestro continente.
3. El personalismo comunitario de la Regla.
Los diferentes tipos de monjes y la postmodernidad (RB. 1).
Cristocentrismo benedictino: columna vertebral del personalismo comunitario.
Un camino evangélico de la vida diaria.
La
sensibilidad laical de los monjes.
San
Benito laico.
Anticlericalismo
de la Regla.
La
eclesialidad monástica en medio de una Iglesia plural.
Acogida
benedictina: experiencia de Pentecostés.
El
monasterio una Iglesia de fronteras y sin fronteras.
La
discretio como escucha de la alteridad.
Presencia
de comunión.
Lo "monástico" como reconciliación consigo mismo.
El
monje: hombre/mujer unificado/a.
Silencio
y no violencia.
"Estar
con uno mismo".
De
lo monástico a lo contemplativo: una reconciliación con el universo
y con Dios.
La
última visión de san Benito.
La
contemplación como tarea de reconciliación.
La
discretio como rehumanización.
Una
experiencia benedictina del género.
Lo
masculino y lo femenino en el monasterio.
San
Benito y santa Escolástica.
Una
profunda crisis institucional.
El
espacio para lo imprevisto.
El
"dilentantismo" benedictino.
Una
cierta irrelevancia histórica.
La
crisis de la fidelidad.
Del
grupo a las redes.
La
cultura de la duna y la estabilidad.
La
utopía de la armonía y el cuestionamiento de todo proyecto, incluyendo la
salvación.
La
crisis de la autoridad.
Paternalismo
benedictino y democracia neoliberal.
Personalismo
comunitario e individualismo.
Ascesis
y placer.
Se me pide abrir este encuentro monástico sobre la formación. Les agradezco de entrada la confianza. Pero quiero advertirles, de antemano, que no esperen de mí ni recetas ni respuestas elaboradas. En la coyuntura actual de la cultura, de la Iglesia, de la Vida Monástica y de América Latina y el Caribe, sería ingenuidad culpable proponer un discurso acabado sobre cuestiones que, más bien, nos inquietan y nos interrogan hondamente.
Por lo tanto, adoptaré aquí una postura modesta y meditativa sobre la experiencia que nos toca vivir en nuestras comunidades. Iré explorando preguntas y experiencias para compartirlas con ustedes. Lo que me inspira es la fe profunda en el evangelio y en la capacidad de la vida monástica, en cuanto experiencia fundante, para proponer un itinerario espiritual con Cristo. Pero no quiero ocultarles mis interrogantes y dudas en cuanto a las exigencias de la sociedad actual. Nuestra estructura monástica, heredada básicamente de las restauraciones del siglo XIX e importada desde Europa y América del Norte a nuestro continente, ¿será capaz de responder a los desafíos colosales de hoy en nuestro medio, sin pasar por un profundo proceso de refundación y sin renacer de su propio pozo?
Con esta pregunta de fondo, abordo mi primera reflexión. En efecto, antes de debatir sobre la cuestión de la formación "en" y "a" la vida monástica benedictina en el hoy de América Latina, conviene, primero, interrogarnos sobre la situación concreta de la vida monástica en su conjunto en contexto de postmodernidad latinoamericana. Se trata, en primera instancia, de dejarnos cuestionar radical y sinceramente por dicha nueva cultura, en nuestras estructuras, mentalidades y valores esenciales. ¿Somos o no una propuesta válida, posible, profética y evangélica en dicho contexto? Si no ¿porqué? Y, en cambio, si lo somos ¿a qué condición y a qué precio? No se trata de vender mejor un producto poco apreciado en el mercado, de proponer una campaña de marketing monástico, lo cual repugna a nuestra sensibilidad de monjes, sino de dejarnos convertir proféticamente por las circunstancias.
Si nos referimos a lo mejor de nuestra Tradición, más allá de lo folklórico, podemos afirmar que, más que una "huida del mundo", la intuición de Benito fue un entablar un "diálogo crítico y amoroso" con el mundo desde el Evangelio y la opción radical por Cristo. En este sentido, la vida monástica aparece, desde su origen, a la vez como un Éxodo, es decir un "no", una crítica profética de la sociedad y una Encarnación comprometida, un "sí" amoroso a esta misma sociedad humana.
Es esta fecunda dialéctica benedictina que quisiera explorar aquí, a modo de introducción a nuestro tema.
Refiriéndonos a la propia experiencia de Benito, según san Gregorio, nos damos cuenta que nuestro padre no se dejó inspirar por el miedo a la confrontación con Roma sino por una opción profética de alejamiento del pecado social. Su partida hacia Subiaco no fue una fuga sino una peregrinación, una salida de Egipto en busca de una tierra prometida. El desierto monástico no es negación sino búsqueda (intuición central de la Regla), alternativa a la manera de Moisés. No fue la cobardía de un ser débil sino el cuestionamiento moral de un valiente.
Todo el prólogo de la Regla traduce esta experiencia de partida de Benito al hablar de la obediencia como de un retorno: retornar al sueño originario de Dios (Edén o Tierra Prometida). En este sentido, el benedictino no escapa en marcha atrás sino que peregrina de cara a esta nueva patria desconocida de la que habla el autor de la carta a los Hebreos.
Pero, a medida que el monje va avanzando en este camino, a ejemplo de su santo patrón, descubre que Roma o Egipto están cimentadas en él mismo. Para Benito fue la dependencia afectiva hacia su nodriza o las tentaciones y los recuerdos de la carne. Por este motivo, la peregrinación benedictina del "no" se transforma en "milicia comunitaria". La obediencia se encarna en la humildad; el deseo personal de conversión se transforma en tarea comunitaria. Tales son las condiciones del realismo humano para alcanzar la libertad espiritual que el final del Prólogo llama el "corazón dilatado".
Dicha dialéctica de obediencia-humildad. como opción de "retorno" y tarea de "conversión" es, sin lugar a duda, un desafío, casi un contrasentido, para la cultura posmoderna. En efecto, cómo lo veremos más adelante, lo posmoderno oscila entre el "sí" y el "no", en un movimiento sutil y vago de péndulo perpetuo, sin nunca llegar a pronunciarlos ni a pronunciarse por ninguno de los dos polos.
En el contexto latinoamericano, marcado por una precariedad extrema en muchos niveles, esta tensión es prácticamente imposible de asumir dentro de una estrategia de simple supervivencia en la provisionalidad. Pero retomaremos esta afirmación de manera más específica en nuestra segunda reflexión y veremos qué consecuencia trae para lo que llamamos la refundación de la vida monástica.
El primer capítulo de la Regla sobre las diversas categorías de monjes es, sin lugar a duda, el más antipostmoderno de todos. Al satanizar a los giróvagos y a los sarabaítas, san Benito va a contracorriente de una de las líneas de fondo de nuestra cultura: la "navegación" sin puerto definido y el gozo inmediato y efímero. Asimismo, al elogiar la milicia comunitaria en un proyecto estable a largo plazo (cenobitismo), y aún más la soledad como conquista de la libertad (anacoretismo), asume prácticamente la postura de un herético en el contexto del cambio de época posmoderno.
En efecto, la estabilidad consiste precisamente en asumir una responsabilidad comunitaria a largo plazo con un grupo determinado en un lugar, un contexto cultural e histórico y un tiempo precisos y particulares. Es, evidentemente, una espiritualidad de raíces más que de movimiento, aún si la fuente de inspiración sigue siendo la aventura peregrinante de la obediencia tal como la hemos descrito más arriba.
Este arraigo es una opción muy clara por una solidaridad definitiva a la manera de Ruth con Noemí. Con la estabilidad, el benedictino asume todos los riesgos con una comunidad y, más ampliamente, con un pueblo, pase lo que pase.
La estabilidad glorifica, en nuestra espiritualidad, la fidelidad absoluta en una especie de boda ("en la salud y en la enfermedad", como dice el ritual del matrimonio) con una comunidad y con su entorno humano, eclesial y cultural.
El "sí" de la estabilidad monástica es la expresión más cabal de nuestra voluntad de encarnación con gente concreta. El monje no está de paso. Se encarna y se incultura.
Tal es la otra forma de su cara a cara particular con la historia humana. El "no" de su Éxodo (obediencia-humildad) desemboca en el "sí" de su encarnación inculturada (estabilidad).
Pero, si la propuesta benedictina de diálogo con el mundo se formula en esta dialéctica algo abrupta, su realización pasa también por caminos dinámicos que podrían sintetizarse por la formula de la profesión: la conversión de costumbres. En efecto, los monjes no hacemos votos de pobreza ni de castidad. Integramos estas dos dimensiones en un caminar dinámico no exclusivo. La conversión, si bien implica la pobreza y la castidad, se presenta como un proceso permanente de disponibilidad a la gracia de Dios siempre sorprendente. En este sentido, la conversión de costumbres no tiene contorno definido. Es como una abertura aventurera y consentida al riesgo de Jesús y de su evangelio.
Quisiera privilegiar aquí tres dimensiones de esta dinámica de conversión permanente por considerarlas particularmente consonantes con la sensibilidad posmoderna. Se trata de lo que llamo la "progresividad" benedictina, el "realismo" benedictino y el "personalismo comunitario" benedictino (me presto esta expresión de Emmanuel Mounier).
1. La progresividad monástica.
Contrariamente al discurso de la devotio moderna y, más tarde, de la contrarreforma (Teresa de Ávila, por ejemplo), nuestra Tradición no habla de imitación ni de camino de perfección sino de búsqueda progresiva de Dios. Es, incluso, la única condición que la Regla pone para poder emprender el camino monástico: ¿busca a Dios? En esta línea, la propuesta benedictina no es un ideal para alcanzar sino un camino para recorrer, atizando el deseo de este Dios a quien nunca alcanzaremos.
La conversión de costumbres implica una espiritualidad del crecimiento progresivo por etapas hacia una libertad interior cada vez mayor (el corazón ensanchado del prólogo).
Dicho crecimiento no es principalmente moral ni voluntarista. Precisamente, se trata de un asunto "afectivo" en el sentido más profundo de la palabra. Lo que se ensancha en san Benito es el entusiasmo de sentirse cada vez más libre para correr, apresurado, hacia ese Amado a quien uno busca alegre e impacientemente. En esta dinámica, Benito propone un camino que va del temor al amor, liberado de toda inquietud, a la manera de san Juan. La pedagogía del padre de los monjes maneja permanentemente esta lógica: todo comienza con el temor del "infierno" y desemboca en la naturalidad totalmente liberada del "Reino".
En este caminar pedagógico, se sugiere, con sutileza, una misericordia bellamente creativa (ver por ejemplo la invención de los "senpectas" del capítulo XXVII de la Regla) y una apuesta por la confianza prudente. El abad, en esta perspectiva, debe ser vigilante sin ser inquieto porque confía tanto en la gracia como en la humanidad.
Dicho optimismo y dicha confianza de fondo de san Benito no le quitan un sabio realismo que le viene de la experiencia. En esta línea, nuestro padre es asombrosamente modesto en sus expectativas. Varias veces, incluso, parece disculparse de dicha modestia (que la Regla llama "discretio") arguyendo, hasta con cierta aparente vergüenza, que los tiempos no son ya par el heroísmo de los padres monásticos (ver el último capítulo de la Regla).
Así, en varias oportunidades, Benito utiliza la palabra "amar" a propósito de preceptos propios al estado monástico. Por ejemplo, más que de ser casto "ya", se trata de "amar la castidad", lo que interpreto como ponerse en camino hacia relaciones humanas cada vez más liberadas del apego y de la posesividad.
Igualmente, a propósito de la pobreza (palabra que nunca se usa bajo la forma de precepto en la Regla), prefiere hablar del "vicio abominable" de la propiedad privada. Para evitarlo, cuida que cada uno tenga lo necesario, no según una norma uniforme, sino teniendo en cuenta la inmensa variedad de necesidades, de fuerzas y debilidades. Una vez más, lo que propone Benito es una conversión progresiva. Tiene en cuenta, como punto de partida, no un ideal preestablecido por alcanzar sino la realidad en la que nos encontramos.
Lo mismo ocurre con la obediencia al Abad. No se trata de una sumisión infantil sino del aprendizaje de una opción adulta por Cristo. Esta opción implica el saber dar su opinión como también acatar la decisión del abad sin murmuración, siempre por amor a Cristo. Pero, hasta este acatamiento se ve matizado por la invitación a comunicar al abad lo que nos parece imposible.
Este profundo realismo humano nos presenta el camino no tanto como una carrera deportiva (aunque no le faltan exigencias casi militares) sino como una curación progresiva de heridas y un desatar vínculos para poder ser feliz en el entusiasmo de la peregrinación humana.
Esta sabiduría monástica es profundamente actual en nuestro continente donde, como lo desarrollaremos más tarde, todos los candidatos que llaman a nuestra puerta llegan con graves heridas afectivas, heredadas del drama familiar, económico o político de la violencia universal.
Retomo aquí una intuición del Padre Frederic Debuyst, OSB., monje de Clerlande. El mismo se prestó esta expresión del filósofo Emmanuel Mounier, para aplicarla al arte de vivir monástico en la escuela de san Benito.
Me gusta más, en efecto, hablar de "arte" que de preceptos o ideales monásticos. En el caso presente, pues, san Benito se revela gran artista en el manejo del difícil equilibrio entre la solidaridad comunitaria y el crecimiento personal de cada hermano o hermana. Esto implica una atención constante y minuciosa, de parte del abad, a los ritmos, necesidades, experiencias y momentos tanto del avance común como del caminar personal. Polifonía difícil pero admirable donde el abad es el maestro de una orquesta de cámara y cuida que ningún instrumento se escape del tempo común o imponga dictatorialmente su timbre y su ritmo (ni siquiera desde el abad). Pero cuida igualmente la partitura específica de cada instrumento, su coloración propia para que la ejecución no sea una especie de masa sin contorno sino un encaje de carismas.
La comunidad está al servicio respetuoso del nacimiento del hombre nuevo en cada persona, y cada persona al servicio del Reino en vía de realización en esta Nueva Jerusalén que es, en esperanza, la comunidad monástica.
En este sentido, si nos referimos, una vez más, al capítulo primero de la Regla a propósito de los diferentes géneros de monjes, podríamos afirmar que todo benedictino es a la vez cenobita, es decir comunitario en la acogida y realización de la Nueva Jerusalén monástica, y anacoreta, solitario, en su camino misterioso hacia su Señor. Ni colectivismo comunista, ni individualismo capitalista sino personalismo comunitario.
Esta propuesta tiene todo para seducir al hombre y a la mujer posmodernos. Pero no puede ser barata, al desligarse de la exigencia profética del "no" y del "sí" de nuestras opciones de partida.
Para evitar este peligro, san Benito planta una columna vertebral firme que articula las dos dimensiones de su humanismo: persona y comunidad. Esta columna, unificadora y separadora a la vez, es el propio Cristo. Así, la persona no debe preferir nada al amor de Cristo, lo cual le evita caer en la trampa individualista de la "voluntad propia". Pero, igualmente, la comunidad debe ver en todo ser humano, empezando por sus propios hermanos y hermanas, el rostro de Cristo. Este a priori evita toda tentación de dictadura colectiva.
Siguiendo con nuestro exigente diálogo entre posmodernidad y vida monástica, quisiera abordar aquí un aspecto esencial de la intuición de san Benito: la dimensión laical de nuestro camino. En efecto, si hay un aspecto de la estructura eclesial que se encuentra particularmente en crisis, en esta coyuntura, es el clericalismo. No se puede negar que, a lo largo de la historia, la vida monástica masculina occidental se ha clericalizado cada vez más. En la época de Vaticano II volvimos a la conciencia de nuestra identidad esencialmente laical o, como dicen algunas constituciones monásticas postconciliares, "ni laical ni clerical sino monástica". Esta identidad "sui generis" afirma una cierta marginalidad y libertad respecto a la estructura eclesiástica global, y una cierta solidaridad y cercanía con sectores de la Iglesia, y de la sociedad en su conjunto, bastante distantes de la institución eclesial. Dicha postura fronteriza es seguramente un elemento fuerte para tomar en cuenta en el presente diálogo.
La propuesta monástica tiene un sabor familiar propio que privilegia la sencillez modesta y repetitiva de lo cotidiano. Para retomar una expresión en boga entre los teólogos actuales, nosotros privilegiamos los pequeños relatos y desconfiamos espontáneamente de las ideologías abstractas, de los grandes relatos. En la Regla, por ejemplo, los capítulos sobre alimentación, trabajo, horario, comida y sueño no son menos importantes que los que tratan de la espiritualidad. Asimismo lo grande se averigua en lo pequeño, lo sublime en lo trivial, lo divino en las relaciones de cada día. En este sentido, la vida monástica es más una parábola de evangelio que un discurso ideológico o teológico. Así comprendo, personalmente, aspectos como el silencio, la discreción monástica y la clausura, por ejemplo.
Esta nazareneidad del monje coincide discretamente con el pragmatismo y la búsqueda de sentido inmediato de nuestros contemporáneos. Desconfiados ante toda ideología, el hombre y la mujer posmodernos quieren experimentar lo bueno de la vida en su encarnación muy concreta. En esta línea el monje no propone un aprendizaje de verdades y técnicas. Como Jesús, se presenta a la manera de una parábola. Su silencio está diciendo: "quien tiene oídos que escuche", y "ven y verás".
Indudablemente, san Benito y los benedictinos tenemos una sensibilidad laical. Nuestro padre era laico y desconfiaba bastante de todas las categorías de clérigos. Lo que le asustaba en el orden clerical era la tentación permanente de prepotencia y la búsqueda de privilegios. Los dos capítulos que hablan del tema en la Regla reflejan esta inquietud.
Quizás sería exagerado hablar de anticlericalismo benedictino. Pero sí, san Benito considera el orden como un carisma y un ministerio al servicio de la comunidad y nada más. Podríamos decir que el marco referencial de toda la organización monástica es laical y que los clérigos se ven sometidos en todo por igual a dicha referencia (a excepción del honor que se merece su ministerio sagrado y, más aún, sus méritos morales y espirituales como personas). A la diferencia de ordenes y congregaciones activas posteriores, donde todo está pensado en función de los clérigos, la vida monástica invierte el esquema y hace de los monjes clérigos una especie de diaconía minoritaria de sus hermanos y de la comunidad.
Esta figura laical del monaquismo propone lo que llamaríamos una eclesialidad, es decir una dinámica de relaciones eclesiales, plural y familiar. De alguna manera, la "iglesia monástica" es un prototipo del pueblo de Dios en su inmensa diversidad hasta de generaciones (ver los capítulos sobre los niños, lo jóvenes y los ancianos), de clases sociales (nobles y pobres) y de género (ver el episodio del encuentro con Escolástica en los Diálogos).
Si bien es cierto la acogida benedictina es centrípeta, sin embargo su abertura es de lo más universal. Tradicionalmente, en efecto, el monasterio se presenta como un refugio para quienquiera (según la bella expresión de Benito), un pozo en el desierto del mundo para todos los sedientos. En este sentido somos, los monjes, una Iglesia de frontera y sin frontera, para el "mundo" que se encuentra al margen del Mundo y de la Iglesia.
Esta atención fronteriza de los monasterios implica una escucha silenciosa y discreta de la "alteridad universal", de la diferencia social, cultural, moral y religiosa o ideológica. La "discretio" se traduce en un respeto absoluto del secreto del otro. El a priori cristológico universal de la acogida monástica (en todo huésped ver a Cristo) no tiene ni condición ni límite.
Presentar así la acogida monástica como experiencia de Pentecostés (hablar diversidad de lenguas y ser entendidos en la lengua de cada uno) implica una misión específicamente monástica: la presencia. El monasterio ejerce un ministerio de simple presencia de comunión, de acompañamiento discreto y benévolo de la historia humana en su diversidad y fragilidad. Esta característica pentecostal de lo monástico entra, una vez más, en sintonía con la civilización posmoderna, movediza y plural y matiza lo abrupto y escandaloso de la estructura y de la estabilidad benedictinas.
Simón Pedro Arnold o.s.b.
Prior de Chucuito, Perú
Chucuito, julio 2003
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